William había llegado al fuerte Tabarsí. Era la primavera de 1849. Tenía
mucho interés en saber más de ese movimiento que estaba revolucionando el país.
No tuvo muchas dificultades para acceder al lugar, por su condición de
diplomático inglés. Se trataba de un antiguo santuario abandonado. En su
tiempo, fue un lugar de culto en honor de un importante personaje religioso.
Sus ocupantes lo habían acondicionado como lugar de resistencia. Habían
reforzado e incrementado la altura de los muros exteriores, hasta casi alcanzar
los 3 metros. El recinto tenía ahora forma
octogonal, con el mismo número de torres de vigilancia en cada extremo. El
cerramiento que era de doble pared, para contener los ataques de artillería, contenía un solar de unos 5000 metros. En el
centro del patio, estaba lo que había sido el santuario. Un pequeño edificio
ligeramente ampliado, que ahora tenía una utilidad múltiple: dormitorios
compartidos, almacén, cocina, armería y lugar de oración. Todo ello, se
realizaba bajo las órdenes de Muhammad Baquir, un sacerdote musulmán muy
conocido por su sabiduría e inteligencia. Aquí estaba demostrando sus dotes
organizativas.
Entonces lo vio. No hacía falta que se lo presentaran o le indicaran. Tenía
que ser él. Un hombre alto, enjuto, impresionante montado en su caballo.
Irradiaba mucha dignidad en su porte. Su rostro aparentemente impasible,
transmitía mucha tranquilidad. Su barba era poblada, pero no muy larga. Su ojos,
negros, agudos, tanto que parecían inquirir en lo más hondo de tu ser.
Esteban había encontrado el libro en casa de su abuelo. Entre los cientos de
libros de la enorme librería de su progenitor. Le llamó la atención el título y,
sobretodo, porque no era normal que su abuelo tuviera un libro que parecía de
aventuras, entre los libros serios que almacenaba. La mayoría eran sobre temas
sociales, alternativos, de historia de Menorca o sobre religiones.
William se estremeció cuando se dio cuenta de que Mullá Husayn se dirigía
hacia él. Al llegar a su altura, desmontó con un grácil movimiento y se le acercó
amablemente. Su saludo fue de lo más afable, ofreciendo la mano derecha y, acto
seguido, apoyando la izquierda en su hombro. De cerca, le pareció todavía más
impresionante. Pero seguía irradiando una extraordinaria tranquilidad, a pesar
del terrible momento que se vivía.
Eran 313 hombres. Estaban decididos a defender aquel lugar, que era lo
mismo que defender sus creencias e ideales. El enemigo era ni más ni menos que
el propio Sháh de Persia, que había ordenado a su tío el aplastamiento de
aquella revuelta. Para ello, había puesto a sus órdenes a un ejército completo
de miles de hombres. Y se preparaban para aquella desigual batalla. No habían
transcurrido más de 15 minutos y Esteban ya estaba prendado de aquel libro, de
aquella historia que no podía dejar de leer.
Habían expresado sus buenas intenciones, a través de cartas o entrevistas
con los principales clérigos de Mazindarán. Afirmaban que su intención no era
usurpar la autoridad del Sháh, que su misión estaba relacionada con la llegada
del Mahdi (el Prometido en el Corán) y que ellos traían un mensaje de paz y
concordia, aunque también de reforma en el seno del mundo musulmán. No
obstante, los propios clérigos fueron los que alentaron a los militares a
atacar. Seguramente, por miedo a que su posición privilegiada fuera socavada.
William se asustó mucho con el primer cañonazo que golpeó la pared
oriental. Y buscó con la vista el rostro de Mullá Husayn. Este seguía tan
impasible como antes. Permanecía sobre su caballo dando órdenes tranquilamente
a sus compañeros. El gran impacto de los proyectiles, tanto de fusil como de
mortero, estaba haciendo estragos en el muro defensivo y algunos de sus ocupantes
sucumbieron. Cuando vio el estado de
agitación de William, le conminó a refugiarse en el edificio del Santuario, con
estas palabras: “debes dar fe de todo lo que ocurra aquí. Protégete”
Durante la noche, los ataques cesaron. Y William pudo darse cuenta de que
Él reunía a sus principales. Después supo que habían planeado tomar la
iniciativa en el ataque y pasar a la acción. No querían asistir impasibles a su
propia derrota.
Esa madrugada, ocurrió: El portón
norte se abrió y, de repente, Mullá Husayn desenvainó su espada y profirió por
primera vez aquel grito. Esteban buscó rápidamente el significado, en internet.
“Ya Sahibu’z-Zaman”. No había un significado como tal. Se trataba de una
súplica. El grito equivalía a “OH SEÑOR DE LA EPOCA”. La misma súplica que
habían entonado más de 1000 años antes, los primeros musulmanes que defendieron
su Fe de los enemigos y que acabó con el Martirio de Husayn, nieto del Profeta
Mahoma. Su lectura ya no era atenta, era ávida. Necesitaba seguir leyendo, pero
sabía que no disponía del tiempo suficiente. Debía estudiar, tenía que aprobar
ese examen como fuera. Su futuro dependía de ello. Aunque era un portento en
informática, Esteban –a sus 18 años- era autodidacta. Sus investigaciones eran
vanguardistas, manejaba con fluidez los conocimientos sobre Bitcoin y
Blockchain, pero no podía vivir de ello –todavía- . Si no aprobaba la prueba de
acceso a la universidad, no tendría nunca un trabajo de verdad, aunque fuera
tan listo. Su entorno todavía no entendía que se había creado un sistema en la
Red, que iba a revolucionar la forma de entender el mundo. Un mundo donde cambiaría
radicalmente el sistema financiero, contractual y comercial, al eliminar
intermediarios.
Hubo un momento de confusión, pero un número reducido de compañeros siguió
a Mullá Husayn cuando salió del fuerte. Su mirada mudó, hasta parecer felina.
Sus gritos de “Ya Sáhibu’z-Zamán ahora
eran ensordecedores, tanto que paralizaron a los soldados apostados en el
exterior del fuerte. Aquella imagen de un jinete tan aguerrido enarbolando su
espada y con temibles gritos, hicieron mella en el enemigo. Pero cuando
observaron el repentino despliegue del estandarte negro, así como los turbantes,
también negros, (que implicaba la aceptación del martirio) de esos valientes
guerreros, el temor de aquellos soldados desmotivados, se incrementó en grado
sumo. La salida en tropel y por sorpresa de aquel grupo valiente y entusiasta,
junto con la circunstancia de la tormenta de lluvia y viento de la noche
anterior, que había embarrado todo el exterior del fuerte, dificultaron mucho
el movimiento de unas tropas que se sentían inicialmente muy superiores, pero
que habían sido brutalmente sorprendidas. Muchos soldados se hallaban todavía
adormilados, cuando el grupo atacante llegó a sus tiendas, aterrorizando a sus
ocupantes, que huían sin honor. En menos de 30 minutos, la mayoría de soldados
habían huido a refugiarse al pueblo que estaba a pocos cientos de metros y
donde estaban agazapados sus superiores. Los que no lo consiguieron, fueron
pasto de la furia de aquel grupo tremendo y decidido, que destruía barricadas y
tiendas a su paso. Mullá Husayn era como
la punta de lanza de aquel grupo temible y siempre con su espada en la mano,
ahora ensangrentada.
No sólo fue ahuyentada la mayoría de aquel ejército bien entrenado y
alimentado pero sin coraje, sino que muchos de sus jefes perdieron la vida, con el convencimiento general de que estaban siendo atacados por hordas de soldados
bien preparados, cuando –en realidad- se trataba de un reducido grupo de
estudiantes, campesinos o clérigos, sin formación militar y, en algunos casos,
sin armas adecuadas.
Cuando regresó al fuerte, William fue al encuentro de Mulla Husayn, que
rechazaba los ofrecimientos de sus compañeros, de curar sus escasas heridas a
pesar del fragor de la batalla. Cuando tuvo su oportunidad, le preguntó: ¿De
qué estáis hecho? ¿De dónde sale vuestro extraordinario valor e increíble
energía? El corazón de Esteban, empezó a palpitar deprisa. Tenía verdadera
ansia de saber la respuesta a esas preguntas.
“Se trata de liberar la fuerza que hay en nuestro interior” fue su respuesta,
acompañada de una amable sonrisa, mientras elegantemente se dirigía a atender a
sus compañeros y procurando su descanso. William se quedó pensativo, mientras
se daba cuenta de que, aquel guerrero espiritual, era impasible, pero no
insensible. Antes de finalizar el día, se aseó y se retiró al espacio que se
había reservado en el Santuario, para iniciar sus oraciones hasta muy entrada
la noche.
¡Yo debo hacer esto! se dijo asimismo
Esteban. ¿Pero cómo? ¿Dónde está mi fuerza interior?
Después de aquella incursión al exterior del fuerte y la vergonzosa derrota
del enemigo, vinieron unos días de relativo descanso, en que se pudo curar a
los heridos, enterrar a los muertos y reforzar las defensas. Mulla Husayn,
sabía que el ejército se iba a reagrupar y volverían a atacar. Y ello ocurrió
justo una semana después, mediante órdenes que llegaban directamente de
Teherán. Nuevamente, aquel increíble
caballero volvió a montar su corcel negro como su turbante. William se dio
cuenta, de que esa mañana Él vestía ropas nuevas, lo que le llamó la atención,
pero acto seguido se encaramó a una de las torres de vigilancia, para observar
aquella maravilla. Se abrió el portón este del fuerte y como una exhalación
salió ese irreflexivo grupo, con Mulla Husayn al frente y rugiendo su grito de
guerra. Las balas empezaron a silbar con furia, pero sólo se detenían los que
eran abatidos sin remedio. Los demás, algo más de un centenar, seguían a su
jefe que ponía en fuga a todo el que encontraba a su paso o caía bajo el metal
de su cimitarra. El terror empezó a cundir entre las tropas; se inició una gran
retirada, mientras Mulla Husayn y su grupo atravesaba entre las tiendas y las
barricadas de los soldados. De todas partes llovían balas sobre Él, pero su
velocidad y audacia llegaban a tal extremo que parecía como si se moviera más
deprisa que las balas de los fusiles. Y los gritos de Yá Sahibu’z-Zamán se
mezclaban con las exclamaciones de pánico y desesperación de aquel ejército. De repente, la fatalidad: Su precioso caballo
se acababa de enredar con las cuerdas de una de las tiendas y Él no podía
avanzar. Uno de los soldados que había iniciado la fuga, se dio cuenta de lo
que ocurría y vio su oportunidad. Agazapado y escondido, apuntó su rifle hacia
Mulla Husayn y su disparo fue certero. Un grito de alegría llenó el campo de
batalla y el grupo atacante cejó en su empeño, para ir en auxilio de su líder.
Con dificultad se retiraron al fuerte, trayendo consigo a un Mulla Husayn
moribundo. En ese momento, William comprendió porqué Él estaba usando ropas
nuevas esa mañana.
Esteban se dio cuenta de que las lágrimas rodaban por sus mejillas. Sintió
mucha pena por ese guerrero intrépido. De buena gana hubiera seguido leyendo,
pero su obligación era estudiar, estudiar toda la noche si era necesario.
Porque el desafío que tenía delante era decisivo y no podía fallar. Así que
cerró el libro y se prometió acabar de leerlo cuando todo hubiera pasado.
Se sentó delante de los dos libros que debía estudiar con decisión. Se tomó
un café bien cargado y comenzó su tarea. Al cabo de tres horas, se dio cuenta
de que estaba superando sus límites, puesto que nunca había conseguido aguantar
más de una hora y media seguida. Y siguió estudiando. Y así toda la noche.
Cuando despuntó el alba, algo le decía que iba a superar el examen. Ya no era
el mismo: su fuerza interior había sido liberada.
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