Basado en hechos
reales
Hengameh está paseando por el jardín del gobernador, en
cuya casa está presa. Le dijeron que podía estirar las piernas (la engañaron),
pero que no intentara huir (no hacía falta que se lo pidieran). Después de un
rato, escucha ruido de pasos por la grava del huerto. Alguien se acerca. Es un
hombre enorme y fornido, un gendarme (farrás). Se le acerca sin prisa. Sabe que
ella no huirá. Tiene el encargo de ejecutarla. Es seguidora del Siyyid Alí,
aquel hereje. Es peligrosa (porque piensa). Imaginan que podrán acabar con la
voz de aquella mujer valiente, la de todas las mujeres. No saben que pueden
matar a una mujer, pero no pueden detener la emancipación de todas ellas.
La encerraron dos veces, hace tiempo. Y las dos veces, había conseguido que
fuera liberada, con ayuda de sus amigos y de sus (de Hengameh) convincentes
argumentos. Los sacerdotes de Teherán querían acabar con ella, pero no tenían
justificación. Lo hicieron de forma encubierta.
El farrás ni tan sólo porta arma alguna. Tampoco ha decidido todavía cómo
asesinarla: improvisará. Cuando llega a su altura, se queda -por un momento- dudando.
La presencia de aquella mujer infunde respeto, puede ser que el inconsciente
del policía lo traicione, influido por la fama de aquella mujer inteligente y
extraordinariamente bella. Aquel hombre está acostumbrado a matar y a asesinar,
sin hacer distinción alguna, entre hombres, mujeres o niños y, él mismo, se
queda sorprendido de su momento de vacilación. Pero es sólo un instante. Agarra
a Hengameh fuertemente por un brazo y, al mismo momento, le retira el pañuelo
que le cubre el rostro.
Nuevamente, se queda paralizado durante unos escasos momentos. Siente una
punzada en su interior: aquel es un semblante que nunca había contemplado. Tan
bello que duda nuevamente (¿otra vez?, se pregunta). La indecisión dura un poco
más que antes. Cuando se le pasa la impresión, descubre que tiene el arma de
ejecución en la mano. Y estrangula a aquella mujer con su velo. Aplacando de
esta forma, el miedo de los clérigos.
Había nacido en Qazvin (Irán), a principios del siglo XIX, tuvo la suerte (o
la desgracia) de tener un padre que era un mul-lá (sacerdote), pero de
mentalidad avanzada. Muy respetado. No puso dificultades, al contrario, a la
formación de su hija, a pesar de su condición femenina. Había visto una mente
privilegiada y siempre la protegió.
Cuando se convirtió en adulta, la naturaleza había obrado maravillas en
ella. Su cuerpo era voluptuoso, esbelto, elegante, casi perfecto, pero su
rostro era extraordinario. Nadie había visto una beldad como aquella: frente
clara y bien proporcionada, cejas simétricas y armoniosas, ojos enormes y
verdes como turquesas, pestañas gigantes y negras, labios carnosos y bien
definidos, mejillas de modelo de escultura, nariz perfecta, piel morena de
melocotón, cabellos largos y negros como una noche sin luna, finos y
brillantes.
Ella tuvo suerte también (o no) con su matrimonio. La casaron con su primo,
con el que se conocían desde niños. Habían crecido juntos, en la misma ciudad.
Ella disfrutó del sexo, mostrando muchas veces, inteligentemente, la iniciativa
en el lecho conyugal. Tuvieron dos hijos.
Pero…siempre hay peros. Su marido era hijo de un clérigo, pero mucho más importante
que el padre de Hengameh. Era hijo de un mujtahid (sacerdote de alto rango) y
muy ambicioso y orgulloso. Cuando ella destacó en el conocimiento de El Corán,
hasta el punto de hacer callar a su suegro (y tío), y que daba clases a mucha
gente en la mezquita, detrás de una cortina (hijab), el orgullo de su marido,
convertido en celos irreprimibles, trajo tantos disgustos al matrimonio, que
terminó disuelto.
Efectivamente, Hengameh había adquirido mucha fama como conferenciante y,
una auténtica multitud, seguía sus disertaciones. Sin embargo, ella amaba la
verdad y no se callaba; si era necesario, criticaba las prácticas absurdas o
caducas, amparadas en la tradición. Y comenzaron los problemas:
-
¿No te parece
que es suficiente? Sé lo que me dirás, lo sé. Has demostrado con muchos
argumentos, infinidad de cosas que no tienen sentido y que practicamos los
musulmanes. Cierto. Pero es que no te callas y tendrás problemas, problemas muy
graves.
-
¿Pero qué
quieres que haga, madre? ¿Qué practique taquiya? (arte de disimular, cuando un
musulmán, se halla en peligro).
-
Si!
-
Eso nunca. Yo
no puedo disimular la verdad, la realidad. Sabes que no existe justificación
para que las mujeres tengamos que llevar velo, vigilar nuestra vestimenta,
quedar detrás en la mezquita. No existe justificación para que las mujeres
seamos el género secundario. Tenemos alma, tenemos mente, tenemos capacidad.
¿Quién dice que seamos inferiores a los hombres? El Profeta, en ningún escrito
lo afirma.
(Un siglo después, el trovador Paco Ibáñez, expresaba
su coincidencia con Hengameh, cantando “maldigo la poesía del que no toma
partido, partido hasta quemarse”).
Ella, detrás de la cortina, criticaba el uso
obligatorio del velo, los casamientos temporales (una práctica inmoral, que
escondía una red de prostitución, amparada por los clérigos), la prohibición de
consumo de carne de cerdo (era una recomendación sanitaria del siglo VII,
porque los cerdos tenían triquinosis), negaba que El Corán permita que los
hombres tengan las mujeres que quieran (incluso, cuando mueren, en el paraíso),
negaba también la posibilidad de una vida después de la muerte, con el propio
cuerpo físico, porque se descompone. Y lo demostraba.
Es viernes. En la mezquita de Qazvin, hay
disturbios, gritos, incluso hombres con su espada desenvainada…
-
Hamid, ¿Qué
pasa?, pregunta Ardeshir, que acaba de entrar.
-
Que Hengameh
ha salido detrás de la cortina. Y no lleva velo.
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