Es una isla pequeña, pero
cercana, no de aquellas perdidas en el mar.
Aquel grupo de hombres querían visitar
un tramo del camino del litoral. La mañana era especialmente húmeda y serena,
sin nada de viento y un poco nublada; era la tónica habitual en las últimas
semanas. El camino pasa por un sendero de piedras y tierra, a veces llano, a
veces con pendiente pronunciada; la mayoría de tiempo está cerca de la costa y
del mar y pasa cerca de pinos, matorrales y encinas.
Se detuvieron en un rincón junto
al mar, que no tenía categoría de playa, pero sí tenía arena y también orilla.
Era como una estampa: no parecía mar, no; parecía un lago, de tan calmada que
estaba el agua. Tuvieron que tocarla, para estar seguros de que era agua de
mar. Parecía otro fluido.
E hicieron la foto de rigor. Los
resultados fueron sorprendentes. La posición del sol, algo tapado a aquella
hora, reflejaba las figuras de los hombres dentro del mar, de forma que la
imagen era doble. El efecto visual era espectacular. Después hicieron otra toma
a su derecha. Allá había unas rocas dentro del mar que, con el reflejo de las
nubes, le daba una tonalidad gris que parecía que el mar no estaba y, en su
lugar, había un gran espejo. Un espejo lleno de protuberancias blancas y rojas
(las rocas), de forma que los hombres se quedaron pasmados, pensando si aquello
no recordaba un paisaje lunar, como los que habían visto tantas veces en la
televisión.
Al cabo de un rato y después de
realizar un esfuerzo considerable, pasaron por una zona cercana a la costa,
pero muy elevada. Estaban encima de un impresionante acantilado. La visión del
mar desde aquel punto era fantástico: tenía un color turquesa increíble y
transparente y, a la vez, infundía respeto porque se hallaban a una altura
considerable y sin protección alguna, en el mirador donde se hallaban. No
obstante, estaban emocionados disfrutando de aquella sensación.
De repente, hizo su aparición una
pareja de enormes alimoches (el ave de mayor envergadura de aquellas islas),
que volaban majestuosamente per encima de sus cabezas, lo que incrementó la
experiencia de aquellos hombres.
Y, mientras tanto, la soledad, la
tranquilidad absoluta. Sin ruido alguno, excepto el canto de algún ave o el
murmullo de sus propios pies, cuando pisaban los pequeños guijarros del camino
o las hojas caídas, aunque –en muchas ocasiones- se convertía en una auténtica
alfombra; una alfombra de hojas de pino, que amortiguaba sus pasos y contribuía
a un mayor silencio y quietud.
En aquel preciso instante,
pensaron si no estaban viviendo un sueño. Se preguntaban, si un lugar como
aquel existía realmente.
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