-
Si, la maté
yo, -le
dije finalmente al policía.
-
¿Por qué? –me
preguntó el agente
-
Pues, porque
era mía –le contesté a bocajarro
-
Nadie es
propiedad de nadie, –me dijo levantándose de la mesa de
interrogatorio.
¡Ni
siquiera la mujer de uno! –grito indignado dando un puñetazo en la mesa
y mirándome a cara de perro.
-
Seguid
vosotros con las formalidades –dijo a un compañero mientras me daba la
espalda y en voz baja continuaba:
-
Menos mal que
le pillamos por ese pequeño detalle. Nos tenía bien engañados el cabrón.
- ¡Que sabrá este tío! Naturalmente que mi Carmen era mía. ¡Pero si habíamos
estado toda la vida juntos! Desde que éramos niños. 25 años de casados, con
nuestros más y menos, como todo el mundo, claro. Pero ella cambió. Se le estaba
olvidando quien dirigía la casa, quien mandaba. Y se lo tuve que recordar de
vez en cuando. Es cierto, algunas veces me pasé, se me fue la mano, pero le
pedí perdón, claro. Pero, ¿Dónde estaba el problema? Es lo que hacía mi padre
con mi madre: algún bofetón de vez en cuando y se acababa el problema. Alguien
tiene que llevar las riendas de la casa y a los hombres nos cae toda la
responsabilidad. Pero ella, con eso de que tenía más tiempo porque los niños
habían crecido y se iba a tomar café alguna tarde con los amigas, le llenaron
la cabeza de ideas raras. Le entraron aires modernos de esos de que en un
matrimonio somos iguales y que debemos compartir las tareas y
responsabilidades. Y utilizaba una palabreja rara: la equidad. Y que ella,
aunque fuera mujer, “también era persona
y tenía derecho a tener su vida”. ¡Y que otra vida tiene una mujer casada,
que no sea su marido y sus hijos! Lo dicho, le tenían la cabeza hecho un lío. Y
comenzó a criticarme por tomar algunas cervezas con los amigos o por llegar tarde a casa algo chispado. Eso no pasaba al
principio. Era una mujer modelo, sumisa y obediente, como le había enseñado mi
santa suegra. Todo era muy fácil, no había problemas. Cada uno a lo suyo. Ella,
la casa y los niños; yo, a preocuparme de traer el pan para mí familia. Pero es
que incluso me llegó a criticar por follar. ¡Eso no! Eso no se lo permitía, era
mi mujer y si yo quería sexo, lo tenía. Y si no me lo daba por las buenas, lo
tomaba por las malas. Que también tenía su emoción, claro.
Pero un día llegamos a un punto muy difícil. Después de darle una buena
zurra, me amenazó con denunciarme. Para seguirle la corriente, comencé a
pedirle perdón con ahínco y a prometerle y jurarle que no volvería a ocurrir.
Mi puesta en escena fue efectiva. Ella se calmó y a los dos días se había
olvidado de la denuncia. Yo me mostré muy amable durante esa semana. Me
preocupaba mucho lo de la denuncia. Me descolocó, lo admito. En 25 años, nunca
me había amenazado. Pero no podía permitir que ella ganara esa partida. Era mi
esposa y debía obedecerme, pero si me denunciaba me había jodido. Y comenzó a
rondarme una idea por la cabeza.
-
¿Cómo que no
está lista la cena? ¿En qué estás pensando? –le dije a ella
-
He llegado
tarde, lo siento –me contestó-
-
Claro.
Seguramente porque has estado toda la santa tarde con tus amiguitas del copón –le contesté malhumorado-
-
Mira, que una
ya es mayor de ir donde le plazca –me
contestó chulescamente-
-
¿Cómo te
atreves? –le grite, después de darle su
merecido-
-
Jódete,
cabrón –me contestó llorando y tocándose
la mejilla donde le había dado el bofetón, mientras corría hacia la habitación-
Y eso fue el principio del fin. Eran las 8 de la
noche. Me levanté como un resorte, hecho una furia, y fui directo a la
habitación, que ella había cerrado por dentro. Con un fuerte golpe, el pestillo
cedió y se abrió la puerta. Estaba sentada en el suelo, en un rincón de la
habitación. La cogí por un brazo y la zurré sin piedad. No mostraba miedo. De
repente, ella me volvió a insultar y me escupió, llamándome cobarde. Mi rabia
se desató, la golpee más fuerte y la cortina se le cayó encima. Se me nubló la
vista y comencé a enrollársela por el cuello y a darle vueltas y vueltas, hasta
que dejó de respirar.
Al principio me asusté. Me senté sobre la cama,
con las manos en la cara sollozando. Y así estuve un buen rato. Después de
media hora me calmé, recuperé el ánimo y recordé esa idea que a veces había
tenido, pensando en que podría llegar a pasar algo parecido a lo que acababa de
ocurrir. Y comencé mi plan. Deje la casa
revuelta, la puerta del piso abierta, me aseguré que no me viera nadie, me
cambié rápidamente y bajé al bar, por esa puerta lateral no visible desde la
barra. Me metí en el cuarto de baño, cerré la puerta por dentro con el pestillo
y lo inutilicé. Esperé un buen rato. Entonces comencé a dar golpes a la puerta
sin decir palabra. Cuando se dieron cuenta, echaron abajo la puerta. Comencé a
fingir una afonía terrible y a decir que no podía gritar ni utilizar el móvil.
Que llevaba casi una hora ahí dentro. Y se lo creyeron todo. Me quedé en la
barra tomando una cerveza tranquilamente, hasta que bajó el vecino del 3º a
decirme que había ocurrido una desgracia muy grande en casa.
Y la policía no me podía acusar. Tenía coartada. Aunque hubiera mis huellas en
la cortina, en la habitación y en mi mujer, no había evidencia de que hubiera
sido yo. Tuvo que buscar a un culpable que no encontraba. Tenían que trabajar
con el móvil del robo. Vivimos en una zona con mucho drogata.
Y pasaron varias semanas. Yo seguía con mi vida
normal –dentro de lo que cabe- intentando olvidar lo que había pasado. Pero un
día, llamaron a la puerta. Era ese inspector que me ha encerrado. Llevaba una
orden judicial. Me esposaron y me leyeron mis derechos. Intenté protestar, pero
quedó claro. Habían descubierto, a través de la cámara de seguridad del BBVA
que está enfrente de casa, que yo había mentido. En la grabación salía yo
claramente y la hora del día fatídico.
Y aquí estoy en la cárcel, donde
me voy a pudrir. Me salió mal, es cierto, pero tenía que intentarlo. Yo ya había perdido
a mi Carmen. ¡Joder! Pero es que no podía permitir que se saliera con la
suya.
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